Entrevista al pintor argentino, Eduardo Maggi

Fotos y Texto: Lucia Baragli

“El último discípulo”

Las paredes de la cocina son un cielo encapotado de azulejos celestes.
Esta planicie vertical es interrumpida por un auto, una casa, o por cualquiera de las fantasías que Eduardo dibuja y pega sobre ella.

Anunciación Belliuno lo mira con desdén. Cree que ese capricho que mantiene embelesado a su hijo terminará pronto. Aunque no duda en comunicarle su desacuerdo cuando le dice que se dedique a otra cosa, que haciendo dibujitos no va a llegar a ninguna parte.

Con las manos ocupadas en el cuerpo flácido del bandoneón, Antonio Pedro Maggi se aventura hacia la salida de la casa. Roberto Eduardo y Rosa Blanca se cuelgan de las botamangas de su pantalón en un ruego que les convierte los ojos secos, en húmedos.
Con esa mirada que sólo un niño sabe sostener, los hermanos le piden a su padre que se quede. Éste atraviesa la puerta prometiendo volver más tarde.
Por ese motivo; por esa humedad en los ojos de sus hijos, pronto abandonará sus noches junto a la Orquesta Típica Anselmo Aieta y seguirá dedicándose a la construcción, como lo hizo hasta ahora.

Esto pasaba muchísimos años atrás, cuando Eduardo era tan solo un niño. Hoy, que las siete décadas y pico se le vinieron encima, la cosa es bastante diferente; en lugar de retener a su padre por las botamangas del pantalón, Eduardo Maggi se aferra al suyo. Sus dos manos como tenazas lo mantienen firme desde el cinturón. Haciendo un movimiento circular que le menea el cuerpo del ombligo para abajo, lo vuelve a levantar por su vientre plano hasta la cintura alta, alejándolo del suelo.

Hoy las paredes de esa casa están descascaradas y las puertas son telas que bailan al ritmo de la más tímida brisa. En el patio trasero estalló una bomba de colores que lo transformó en una sucursal de La Boca, en un arcoíris sin lluvia.

En esa misma casa, donde ahora tomamos mate dulce, Eduardo pasaba su infancia. Los fines de semana eran una fiesta y cada lugar de la mesa estaba ocupado por un tío, un primo, un vecino. Las manos de su madre y su abuela amasaban las pastas frescas que servían a lo grande. Mientras algunos charlaban bajo la luz cálida de la ventana y otros tomaban café en el patio, Eduardo dibujaba sus sueños.
Su tío Oscar percibió el creciente talento de su sobrino de ocho años y le sugirió a su padre que lo llevara a estudiar dibujo.

Dos veces por semana Antonio lo acompañaba hasta la Escuela Panamericana de Arte. Padre e hijo compartían el amor por el arte en sus diferentes formas. Juntos tomaban el transporte público desde San Martin en el conurbano de la Ciudad de Buenos Aires. Luego de un largo viaje, llegaban a destino en la calle Corrientes en Capital. Ese era su momento sagrado. Allí, guiado por los historietistas Hugo Pratt, Arturo Pérez Del Castillo, Alberto Breccia y Tito Mena, saciaba su necesidad e impulso de dibujar.

La primera satisfacción como artista llegó cuando tenía 10 años. Con gran emoción recibía la noticia; su dibujo sobre los personajes Crispín y Chispita había sido premiado. Sería publicado en la tapa de la revista Pif Paf, la misma que organizaba el concurso.
Eduardo conserva ese momento como un gran tesoro. Lamenta haber prestado y perdido ese único y valioso ejemplar que su padre le compró años atrás.

***

Los recuerdos tristes de Eduardo se pueden leer a través de su mirada acuarelada. Allí, en el lugar exacto donde el gris medio y el verde seco de sus ojos se encuentran.
Cada parte de su cuerpo es una confesión; su voz es una silueta desnuda, impudorosa, que arranca el aliento. Su melena es espesa negrura; se mantiene compacta burlándose del tiempo, acorralada hacia un costado, tan rígida como el pavimento. Sus manos son dos bestias anchas y pesadas; lo que las vuelve humanas es la blanda delicadeza con la que toman sus pinceles. La misma con que la seda contiene los cuerpos.

Las anécdotas fluyen sueltas y livianas en esta mañana. Enrique -el mayor de sus dos hijos que anda por los 39- bromea; “en lugar del sonido del lavarropas, de fondo está la voz de él”. Nos reímos de la ocurrencia, pero hay algo cierto: cuando Eduardo habla todos se callan. El único que se atreve a emitir sonido es el tic tac continuo y ensordecedor del reloj que cuelga de una altura ridícula en la pared.
Si Maggi se lo propusiera, con su honda garganta movería el agua de todo un océano con una palabra. Escondida entre falsa calma y pausas dilatadas te salpica con la primera anécdota y zas, quedaste flotando en ella.

Eduardo habla mucho y recuerda aun más. Cada fragmento del pasado, cada detalle, es un sedimento en su memoria. De lo que Eduardo no habla es del futuro. Quizás el tiempo lo atrapó en alguna de esas historias y ahora está cautivo del sinfín de las agujas de ese reloj. Circularmente; Tic tac.. tic tac.. Atrapado.

***

Ahora las manos de Maggi están apiñadas y forman una sola. Él las observa como si entre ellas sostuviera un objeto extraño. Apoyado sobre sus codos, en una pausa profunda, dice; “de no haber sido pintor hubiera sido cantor de tango”.
Otra vez las escenas, los olores y los sonidos vuelven en forma de recuerdo; allí aparece caminando con ese paso tan suyo. A su lado un amigo le sigue el ritmo y juntos entran a Parque Retiro. Maggi da unas vueltas por las atracciones que ofrece el parque de diversiones, aunque siempre termina en el mismo lugar. Respira profundo y toma coraje. Entra en la cabina de grabación y cierra la puerta dejando al pintor detrás.
Ahora toma con sus manos el pesado disco de lata y lo acomoda. Luego lo poner a correr. Con el índice y el pulgar se afloja el nudo de la corbata. Una tos seca le aclara la garganta. Entona. Cierra los ojos y se larga cantar.
En completo anonimato graba uno, dos temas. Es feliz haciéndolo. Aunque en el fondo sabe que la música no le pertenece. Siente que no tiene el talento, la capacidad. Es así que renuncia a esa idea. Sabe con certeza que dibujar y pintar son una gran necesidad, un impulso. Cuando sale de la cabina el cantante se evapora. Cierra la puerta y el pintor aparece una vez más.

El amor por la pintura nació con él y el cariño por la música llegó de la mano de su padre, quien le mostró un camino que Eduardo transitó hasta llegar al piano.
Su admiración por Carlos Gardel es producto del fanatismo de Enrique, el tío solterón, “el tiro al aire” en la familia. Se tenían un gran cariño y los unía el lazo de sangre y la amistad.
Su tío era una caja de sorpresas. Cada vez que se abría dejaba a todos pasmados. Su devoción por el Zorzal Criollo era tal, que era capaz de ajusticiar a puño cerrado en su nombre si alguien se atrevía a hablar mal de él.

***

En el ‘71 Eduardo tenía 29 años. Nilda tenía 16, una madre sometida, un padre ausente y un padrastro controlador. Vivía en la provincia de Córdoba. Un día armó un pequeño bolso y se mudó a la Ciudad de Buenos Aires. Allí la recibió una pensión oscura y húmeda en Santos Lugares.
En ese entonces Eduardo colaboraba como dibujante en varias revistas, pero muchas veces la tinta china que usaba para sus dibujos era más cara que el precio que le pagan por su arte. Para poder hacer una diferencia de dinero trabajaba a medio tiempo con un tío martillero que compraba y vendía propiedades. Fue así como entre la calle, la oficina y el trajín conoció a Nilda.
Su fragilidad lo desplomó. Nilda era una mujer sufrida y de hablar suave que venía escapando de un destino sin final feliz. Eduardo era un hombre sólido y seguro al que le gustaban las mujeres sumisas. Maggi sintió la necesidad de contenerla. Al poco tiempo de haberse conocido, este hombre enamoradizo instaló a su nueva novia junto a toda la familia desoyendo el desacuerdo de su madre.

Siguiendo el consejo de Enrique, la joven pareja se casaba en la primavera del ‘73. Ese mismo año la alegría que los rodeaba se esfumaba mientras su amigo, poco a poco, se mudaba al cielo. Tío y sobrino se despidieron escuchando tangos. Maggi aún recuerda su mirada, los ojos como rayos, cuando en su última charla aseguraba que Gardel lo había visitado la noche anterior.

***

Tres barcos flotan sobre un riachuelo de horizonte trágico. De fondo una ciudad intenta renacer entre pinceladas confusas. A su lado sobre un lienzo sin marco, la mirada nostálgica de Sábato se pierde en la falda de una estridente Marilyn Monroe que, bajando el vuelo de su pollera, deja los ojos fijos en un ramo de flores marchitas. En otra esquina Carlos Gardel se ríe de todos con una mueca chueca.

La casa de Eduardo es un museo de personajes que ya no están, que nunca existieron o que sólo lo hicieron en su imaginario. Él los sobrevive con su pincel. Más de 80 veces lo hizo con Gardel y miles de bandoneones, familiares, animales, flores, esquinas de Buenos Aires, paisajes y personajes anónimos, tuvieron vida en sus pinturas figurativas.

Maggi fue el último discípulo de Benito Quinquela Martín, el pintor que le dio color al Barrio de la Boca y lo inmortalizó en infinidad de lienzos junto a su puerto.
Compartió charlas, cafés y amistad con Aníbal Troilo y grandes figuras del mundo de la música. Aunque quizás, por el tono de su voz y esa mirada que se vuelve cristalina en el recuerdo, la más importante para él haya sido su relación con Ben Molar. Este compositor y productor musical lo acompañó y curó muchas de las exposiciones que Maggi realizó en Argentina, Bolivia, Uruguay, Brasil y Nueva York.

Una rubia colgando en la pared es su última creación; “la terminé ayer”, dice mientras la señala, “ahora estoy viendo con qué sigo”, concluye. El motor de este hombre de 73 años y mirada grisverde lo mueve sangre acuarelada.
Sin su arte no podría existir, al igual que un arcoíris sin lluvia.