Entrevista al escritor del género novela negra Kike Ferrari para Revista Convivimos

Fotos y Texto: Lucia Baragli

“El escritor del subte”

Kike Ferrari es argentino, padre de tres hijos, fanático de River y cinturón negro de taekwondo.
Escribe novelas y gana premios con ellas. Además, trabaja limpiando los pisos del subte B de la Capital. Vida de un artista subterráneo.

La historia de Enrique “Kike” Ferrari está surcada por varios sucesos.
Cuando tenía ocho años, su padre, Ricardo, puso en sus manos un paquete y le dijo: “Kike, esto es importante, es lo que nos diferencia de los monos”, y le regaló Los Tigres de la Malasia, uno de los tomos de la saga Sandokán, de Emilio Salgari. “Es el primer libro que recuerdo como mío. Todo lo que uno tiene que aprender de valores en la vida y de posicionamiento político, todo lo importante está allí”.
De aquel día pasaron 36 años. Ese regalo fue el inicio de su biblioteca personal y de su afición por la lectura. Ese libro plantó en él la inquietud por ser escritor. “Quería esa magia”, dice.
Entre novelas, cuentos y ensayos, lleva escritos ocho libros que han sido publicados en Argentina, Cuba, México, España, Francia e Italia, mientras los traducen al inglés. De su vasta cosecha, ha recogido numerosos premios, como el Casa de las Américas (Cuba) con su segunda novela, Lo que no fue, y el de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón (España) con el cuento “Ese nombre”. “Viajar a Gijón me cambió la vida”, afirma. Pero su obra más preciada es, sin duda, Que de lejos parecen moscas. Con ella obtuvo grandes satisfacciones: el premio Silverio Cañada a la mejor opera prima del género negro, además de ubicarlo como finalista del Grand Prix de Littérature Policière y del Prix SNCF du polar, ambos en Francia.
Antes de ser un escritor premiado, Kike fue fletero, preceptor en un instituto de menores, atendió llamados en un call center, trabajó en una casa de cromado, en la puerta de una tanguería, fue mozo, lavó platos, cortó el pasto, manejó taxis, vendió joyas y cuadros en un shopping de Estados Unidos, lugar al que llegó porque “acá estaba todo muy caliente” y del que, luego de cuatro años, lo devolvieron a Argentina deportado. “Yo soy acá, soy con todos los otros, con los míos. Si trazo un círculo con un compás alrededor de la Avenida Corrientes y Medrano, todo lo que me importa cabe allí dentro”.

Desde hace tres años, trabaja como maestranza en la estación Pasteur del subte B de la Ciudad de Buenos Aires. Entre las 11 de la noche y las cinco de la mañana, el escritor se pone el mameluco y baja a las entrañas de la tierra a baldear el piso donde todo el mundo tira chicles. Durante los momentos de descanso, aprovecha para escribir mientras sus compañeros lo miran asombrados.
“No hay ninguna división entre el mundo del trabajo y el de la literatura. La literatura no es más que una forma de trabajo manual. No encuentro diferencia entre el alto mundo de las artes y el bajo mundo del trabajo”. Justamente, no vivir sólo de la literatura le da la libertad de poder escribir lo que quiera, y asume que “es delirante pensar que en Argentina podés vivir de las regalías de tus libros”.
Terminó el secundario a los saltos y, aunque lo intentó, nunca estudió formalmente. Todo lo que está en sus libros lo obtuvo de los grandes tramos de su vida. “Estamos atravesados por lo que leímos, lo que escuchamos, lo que vimos y vivimos, con eso creamos”. Todos esos sonidos, todo el rock pesado de sus experiencias, le dan ritmo a lo que escribe. “Yo nunca digo Motörhead enlos libros, pero es obvio que ‘los tiros’ van por ahí”.
Su escritor preferido del mundo de la ficción -y del universo- es Juan Carlos Onetti y todos los días se levanta para agradecerle al sol por ser contemporáneo de Ricardo Piglia. Le hubiera gustado tomar una cerveza con Karl Marx, de quien lleva tatuada la cara en el brazo, y su fantasía es ser publicado en Rusia, por puro orden estético: “Me gustaría que mis libros tuvieran la letrita que tienen los de Trotsky”, asegura. Los encabezados de los cuentos que escribe comienzan con frases ajenas, extraídas de los libros que leyó. “Es mi lado naif”, sonríe. Esa es su forma de decir, en voz alta, los nombres de los autores a losque quiere mucho.
Él entiende la literatura como una conversación, un diálogo diferido. “Lo que yo hago no es literatura, es escritura. Yo me siento y escribo. La literatura sucede mucho tiempo después, cuando alguien ahí afuera lee tu libro. Ahí te recibís de escritor, porque estás hablando con alguien”.